Un ligero dedo se
desliza por una fina piel, tensa, suave y sobre todo de aquella mujer.
Recorriendo una empinada
espinilla para llegar a la primer rotonda de aquella bonita pierna, “la rodilla”, girando tantas veces con el dedo por esa rotonda buscando la salida más
adecuada.
Me divido en dos, ambos
tomamos el mismo camino sobre una ladera más blanda e igual de empinada, “el
muslo”.
En este punto marchamos cinco, y proseguimos el camino. Todos seguimos recto, hacia arriba, tapándonos con unas curvas muy peligrosas, “las caderas”.
Unas curvas tan
pronunciadas y delicadas por su sensiblez, que cualquier motero acabaría por
los suelos.
Cambiando de ruta, partimos hacia otra rotonda, con diferencia con respecto a la otra, siendo más
peligrosa que la anterior. Incorporando un pequeño cráter “el ombligo”. Muchas
leyendas hablan de esta circular, pero no perdamos mas el tiempo.
Giro brusco a la
derecha, reduciendo el número de miembros, ahora somos cuatro.
Siguiendo el rumbo
marcado.
Casi llegando a nuestro
destino, nos encontramos con la frontera, mucho más peligrosa que la ruta 66.
Separándonos del otro
lado, una pared con una mezcla de tela elástica, encajes negros y algún que
otro lacito rosado.
La mitad de nosotros nos
quedamos rezagados en tal cordenadas, restando solo dos.
Dos motores siguen por
su jopete a golpe de gas, con el aire en contra, lágrimas que se quedan atrás,
causadas por los vientos de la velocidad.
Ya casi llegando al
destino… pasamos por un pavimento enrojecido, tal vez, ese color se deba a la extensa fricción de esa zona, “los labios”.
Nos topamos con algo
peligroso, un camino fino, brillante y con zonas resbaladizas, “la nariz”. A
velocidad moderada y con una relación de marchas altas conseguimos pasar el
lugar, llegando a nuestro destino.
Ojos grandes como platos, con un color muy
cremoso y unas pestañas tan largas que se pierden en el cielo.
Así concluye mi trayecto en moto, descubriendo carreteras con las manos en un cuerpo de mujer.