Un
cuerpo en espera, a su llegada. Los pies desfilaban por el filo del
acantilado, a unos 30 cm de profundidad, los brazos actuaban como
acróbatas de circo sobre la fina cuerda de sus rodillas y el resto
del cuerpo se mantenía en equilibrio contrarrestando el peso de una
mochila sobre un trapecio callejero. La mente fría, la mirada hacia
delante. Primera y única normal del equilibrista: “Nunca mires
abajo”.
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