Su
rostro se camuflaba bajo la capucha, ocultando aquella mirada furtiva que se conectaba
directamente con las yemas de sus dedos. De ellos brotaba la magia y sobre todo
la puntería.
Donde
ponía el ojo, ponía la bala. Su cañón era la puntiaguda flecha, su cargador
se alojaba reposante en una vaina tras la espalda y el gatillo era un fino
cordón que tensaba el resto de la estructura del arco.
Divisó
su objetivo, un blanco en movimiento, con una diana tan grande como la de su
corazón. Una
forajida con vestimentas de pirata disparaba a diestro y siniestro hacia mi
persona.
El
arco tenso como mi espalda, la flecha impaciente como su mirada, los nervios y
el pulso gritaban a flor de piel. Ahí fue donde puse el ojo, impactando en su
motor de combustión sanguínea.
El
bosque se quedó en silencio, ambos petrificados y el único ruido que se escuchaba
era el cruce de sus miradas. Una pequeña llama brotó en su corazón, provocando así
un incendio en sus cuerpos.
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