La
edad no perdonó a aquella mano vieja arrugada que garabateaba miles y miles de
folios a las tantas horas de la madrugada. Los papeles se pusieron pajizos
camuflándose en la mesa de madera mal barnizada. Y la pluma se había convertido
en una parte esencial del mobiliario, quedándose unida por la tinta reventada
de su cabezal.
La
imaginación no me escaseaba, pero mis fuerzas apenas me mantenían en pie.
Una
agrietada silla de madera quebraba mi espalda cada noche y una vela iluminaba
línea a línea mis párrafos.
Recuerdo
una noche en particular. El mercurio del termómetro quedó congelado, mi aliento,
bajo cero, se dio a descubrir en forma de humo y la pluma dejó de escupir
tinta.
Una
segunda sombra rondaba en esa habitación, escondiendo su rostro en la
oscuridad.
Ahí
estaba ella, saliendo de la rinconera donde la luz de mi vela apenas llegaba.
El
frío llegó con su presencia y se marcharía con ella, junto conmigo también.
Mis
utensilios de escritura dejaron de funcionar a la misma vez que mi reloj
digital estaba llegando a cero.
La
parca dejó caer arena sobre la mesa, mientras me susurraba al oído la cuenta
atrás.
Y
mis últimas palabras no fueron dichas, si no, escritas. Esa fue mi última obra,
el relato de mi vida.
“A mi reloj le faltan horas”
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