martes, 28 de enero de 2014

Parcas.

La edad no perdonó a aquella mano vieja arrugada que garabateaba miles y miles de folios a las tantas horas de la madrugada. Los papeles se pusieron pajizos camuflándose en la mesa de madera mal barnizada. Y la pluma se había convertido en una parte esencial del mobiliario, quedándose unida por la tinta reventada de su cabezal.
La imaginación no me escaseaba, pero mis fuerzas apenas me mantenían en pie.
Una agrietada silla de madera quebraba mi espalda cada noche y una vela iluminaba línea a línea mis párrafos.
Recuerdo una noche en particular. El mercurio del termómetro quedó congelado, mi aliento, bajo cero, se dio a descubrir en forma de humo y la pluma dejó de escupir tinta.
Una segunda sombra rondaba en esa habitación, escondiendo su rostro en la oscuridad.
Ahí estaba ella, saliendo de la rinconera donde la luz de mi vela apenas llegaba.
El frío llegó con su presencia y se marcharía con ella, junto conmigo también.
Mis utensilios de escritura dejaron de funcionar a la misma vez que mi reloj digital estaba llegando a cero.
La parca dejó caer arena sobre la mesa, mientras me susurraba al oído la cuenta atrás.
Y mis últimas palabras no fueron dichas, si no, escritas. Esa fue mi última obra, el relato de mi vida.


 “A mi reloj le faltan horas”

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