Ella
me miró a través del parabrisas, mientras yo obstaculizaba su
camino. Le guiñaba un ojo y ella me lo devolvía mordiéndose
el labio. El ralentí de su coche y mi pulso iban a las mismas
revoluciones. Teniendo en su poder el pedal que nos hacía acelerar.
Apretó
con fuerza el volante, jugueteó con el acelerador y sus ojos se
clavaron en mi.
Estaba
dispuesta a abalanzarse.
La
temperatura evaporaba las feromonas expulsadas, el sudor competía en
largas carreras descendentes y en el asiento trasero del coche quedó
una huella plasmada de por vida.
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