sábado, 21 de diciembre de 2013

Ralentí.

Era como estar en lo más profundo de una tempestad.
Sudor frío, tembleques, piel erizada, corazón acelerado y respiración fatigada...
Claros síntomas del aparato locomotor trucado. Nerviosismo en el aire.
El corazón se revolucionó, medido a un cierto número determinado de vueltas por minuto. Combustión interna de gasolina, carburador, bujías incandescentes que provocan una chispa. Calentando el motor de este cuerpo dejándolo a ralentí.
El volante vibraba tanto que contusionaba mis muñecas. El freno de mano se endureció.
Los silent-block chirriaban por toda la carrocería metálica debido a la brusquedad del motor. La insignia de la parte delantera del capó pedía salir volando con tan solo pisar el acelerador.
La parrilla delantera gritaba ser refrigerada por el aire que le golpeaba en contra. El paragolpes robusto delantero apenas tenía arañazos. Tan solo insectos suicidas, atraídos por su brillo residían en él. Y dos ojos que variaba su intensidad debido al contoneo estructural.

A ralentí no solo disminuye el consumo, si no, que todo suele ir como la seda.

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