domingo, 15 de diciembre de 2013

Anochece.

Me dejó los informes, tal y como me había dicho, a primera hora de la mañana en mi despacho junto con una taza de café recién hecho. Su aroma embriagó toda mi sala y estimuló todos mis sentidos.
Tenía tu perfil en una carpeta confidencial, mostrando aparentemente tu inocencia o así lo creían tus testigos cómplices. Mi intuición no decía lo mismo y las pruebas demostraban lo que era irrefutable.
Volví a la escena del crimen, por si me había dejado alguna pista más sin detectar.
No sé si para bien o para mal, pero encontré evidencias de tal crimen.
El arma homicida dejó marcada su silueta en la extensa y voluminosa hierba. Un viejo roble detuvo la bala, decorándolo como una bonita casa para pájaros. Y tus huellas quedaron plasmadas en el barro, un 36 de pie con tacón de aguja incluida.
En frente de tal escena, un stand de café muy similar al que me suelo encontrar en mi mesa por las mañanas. Un cappuccino con doble de leche y dos cucharadas de azúcar, para endulzar mi perilla.
Tu cuartada era vulgar y baratera. Cuatro paredes con luz tenue y olor a látex te dieron cobijo esa noche. Noches como esas son las que marcaban con pintalabios tus fechorías.
Tu doble personalidad declaraba tu inocencia, aunque yo discrepaba.
Te habías convertido en dueña de tu destino, tu cuerpo marcaba el comienzo y el final de un soneto y tu consciencia marchita se lavaba en una sucursal de lavadoras de alquiler. Quedando libre de cargos, te habías convertido en una fugitiva renegada a la que veía cada mañana.




Y una cosa queda clara, no pasa nada bueno cuando cae la oscura noche.

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