Me dejó los informes,
tal y como me había dicho, a primera hora de la mañana en mi despacho junto con
una taza de café recién hecho. Su aroma embriagó toda mi sala y estimuló todos
mis sentidos.
Tenía tu perfil
en una carpeta confidencial, mostrando aparentemente tu inocencia o así lo
creían tus testigos cómplices. Mi intuición no decía lo mismo y las pruebas
demostraban lo que era irrefutable.
Volví a la escena
del crimen, por si me había dejado alguna pista más sin detectar.
No sé si para
bien o para mal, pero encontré evidencias de tal crimen.
El arma homicida dejó
marcada su silueta en la extensa y voluminosa hierba. Un viejo roble detuvo la
bala, decorándolo como una bonita casa para pájaros. Y tus huellas quedaron
plasmadas en el barro, un 36 de pie con tacón de aguja incluida.
En frente de tal
escena, un stand de café muy similar al que me suelo encontrar en mi mesa por
las mañanas. Un cappuccino con doble de leche y dos cucharadas de azúcar, para
endulzar mi perilla.
Tu cuartada era vulgar
y baratera. Cuatro paredes con luz tenue y olor a látex te dieron cobijo esa
noche. Noches como esas son las que marcaban con pintalabios tus fechorías.
Tu doble
personalidad declaraba tu inocencia, aunque yo discrepaba.
Te habías
convertido en dueña de tu destino, tu cuerpo marcaba el comienzo y el final de
un soneto y tu consciencia marchita se lavaba en una sucursal de lavadoras de
alquiler. Quedando libre de cargos, te habías convertido en una fugitiva
renegada a la que veía cada mañana.
Y una cosa queda
clara, no pasa nada bueno cuando cae la oscura noche.
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