La aguja percutaba mi piel al ritmo de una estampida. A una innumerable de puñaladas por minuto.
El
dolor me hacía sentir vivo, fuerte e invulnerable. Las piernas
bailaban claqué, mientras el resto permanecía en estado tembloroso.
Mi
piel enrojecida; a la vez que sangrante. Aquello ya era parte de mi.
Con
la tormenta, llegó la calma. La manada se disipó, la serigrafía
empezó su fase cicatrizante y mi piel dejó de gritar por los poros.
El
cuerpo quedó en fase rem y el nirvana se manifestó al caer la
espuma refrescante que embalsamaba mi retrato.
“Palos
con gusto no duelen”